marry me, sweet Paris!
Como guanabi patético, con el número 96 de la fila, perfume en mano y pulsera identificatoria -de plástico transparente relleno de bolitas rosas- bien visible, esperé mi turno para acercarme a la famosa barbie de la realidad comercial y superficial de la juventud de principios del siglo XXI, famosa sólo por ser ella. Una reportera de la televisión boliviana se detuvo a preguntarme qué buscaba yo, apuesto hombre maduro y sofisticado -oye eso, güera flaca- en Paris. Sonreí a la cámara, saludé a los bolivianos y revelé que la amaba por fresca y seductora y banal y que la invitaría a escaparse conmigo. La reportera me miró como a un loco y quiso saber si en verdad creía que aceptaría. ¡Obvio que no! Cuando llegué frente a la figura más popular del mundo en estas fechas, le dije que era bellísima -thank you, jijijiji!- y le pregunté si estaría en la fiesta en su honor en el Condesa. ¡Obvio que sí! dijo sangrona y le pedí que bailara conmigo entonces, mientras los guardias ya me alejaban del nido de amor. Esa noche sufrí empujones y gritos y tertulias, pero vencí a mil guanabis secundarios para entrar al recinto iluminado de rosa donde Paris bailaba sin gracia y cantaba sin voz, bebida y boba, colgada de un tipo sin chiste. Pero admiré su figura blanca, su cara extraña y maldita, su frialdad de estilo en cuerpo candente, su presencia y su fama. Oí que su padre está excluído de la fortuna de los hoteles Hilton por ser poco serio, y que para sobrevivir decidió comercializar -muy exitosamente- a su hija, incluido el video robado como táctica publicitaria y vendido en todo el mundo a excitados machos que gozan su osadía cogelona. ¿Y qué deduje de la noche, rodeado de gritos histéricos que aturdían a la heroína joven? Que la fama es un magneto irresistible. No se entiende, pero la gente se vuelve loca. Como mirar al Papa, pero en bonito. Mejor razón.
Hey, come and pray with me!