miércoles, agosto 18, 2004

Cuento mío de una mañana gris

Sin azúcar

Azucena quiere azúcar para su café que se enfría, pero no tiene la decisión necesaria para levantarse por el azucarero de la mesa vacía de enfrente. En los minutos pesados que se recrimina una vez más su falta de carácter, vislumbra que la única otra persona en el café, un señor de traje sentado en la mesa de al lado, seguramente quiere hablar con ella, pero tampoco se atreve. Le da una emoción repentina descubrir que al menos en eso se parecen. Podrían llevarse, hablar de su soledad y, al hacerlo, deshacerla. Pero no, más vale dejar las ilusiones románticas a un lado; siempre surgen por cualquier tontería y terminan subrayando con más ahinco su eterna soledad. Mejor, mirar a la ventana, pensar en otras cosas. No pasa nadie por la calle. “Explotó una bomba, todos han muerto, menos este señor y yo”, se dice, con cierta ansiedad. Así, estarían obligados a conocerse. Cooperarían uno con otro para definir qué hacer el resto de sus días. Estarían encargados de regenerar la población. Ella Eva, el Adán. Y luego, el castigo. Tendrían que cuidarse de no ser echados del paraíso. El árbol del fruto prohibido en esta ocasión es esa triste planta en su maceta, sobre la repisa de la ventana del café gris, en la mañana fresca de una primavera citadina. Piensa con entusiasmo que su primera misión es poner esa plantita, la única que queda viva, en donde le dé el sol. Pero tendría que levantarse, seguro se tropezaría con las patas de la mesa, tiraría el café y el señor la vería burlón para luego largarse. Mejor se queda contemplando el café en su taza, aún más frío. “¡Adán se levanta! Viene hacia mí, ¿qué hago, qué me dirá, qué le dijo Adán a Eva cuando la vio por primera vez?” Azucena mira sin pestañear la taza de café sintiendo su pelo ondular apenas con la brisa del señor de traje que pasa junto a ella rumbo a la salida del lugar. Al oír cerrarse la puerta, se esfuerza por no dejar salir una lágrima, lágrima que acarrearía muchas otras, mar de lágrimas compuesto de la misma amargura de siempre. Mira otra vez hacia afuera, para distraerse, y la soprende la mirada intensa del señor que se había ido. La contempla, le sonríe, le hace hola con la mano. Con todo su orgullo, toda su dignidad, le pone cara de ofendida y vuelve a mirar su café. Se controla con todas sus fuerzas para no temblar y no volver a mirar. Pasan horas, días, años, envejece, le salen canas, pero no se mueve, hasta que llega el mesero y le pregunta si quiere más café. Pide la cuenta. Afuera, sólo pasan transeúntes.

 

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