sábado, septiembre 18, 2010

noche de grito y frustración

La noche de celebración del bicentenario de la independencia de nuestro país íbamos muy dispuestos a ser nacionalistas participantes del festejo Jorge Pedro y yo y llegamos temprano, pasamos los retenes de aeropuerto donde se dejaban hasta los encendedores (¿cero fumadores en todo el zócalo?) y deambulamos por los distintos ejes de la plancha para observar a la gente y disfrutar –poco- de la oferta musical en escenarios lejanísimos. Vimos llegar al coloso de veinte metros blanco (¿hecho de cocaína solidificada? Decían que sería el caballo de Troya como entrarían los narcos a matar a todo mundo, pero más bien fue para drogarlos, jeje) pero se quedó acostado, vimos a la señora que venció vallas y vendió más de mil tlayudas con frijol, nopal y salsa roja, la cola más eterna para comprar una hamburguesa en mcdonald’s zócalo, a la gente agotada esperando, pero curiosamente se podía caminar con cierta facilidad: ya habían cerrado el acceso a los demás. No lo sabíamos, temíamos aglomeraciones insufribles y salimos de allí para llegar a la fiesta de Michael, que sí estaba a tope y sofocante, pero hubo antojitos muy ricos y nos trepamos a la azotea de su edificio a mirar los fuegos de la plaza que pudimos haber presenciado desde dentro, desde abajo, para quedar sumamente apantallados y quizá ahogados por el humo de la pólvora, pero felices de nuestra heroica hazaña, que sólo una vez antes hice, cuando aún había los horribles cascarones rellenos de harina que hacían engrudo de las lágrimas en los ojos, y balazos y borrachos y todo era peligroso. Esta vez fue limpio y seguro y nos fuimos y era el gran festejo. No me da gusto, pero estábamos cansados, qué se le va a hacer.

 

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